Por la Licenciada Elena Moreno
El 2 de noviembre se celebró en el mundo occidental el “Día internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer”.
Si existe un problema que ha sido visibilizado en los últimos tiempos, es el de la violencia hacia las mujeres. Y no es algo menor, teniendo en cuenta que las estadísticas confirman que son, precisamente las mujeres, la mayor cantidad de víctimas de violencia. Lo que no quita que también los varones puedan serlo. Algunos afirman que se nota más el problema porque las mujeres denuncian, mientras que los varones no. Lo cierto es que también las estadísticas muestran un mayor número de decesos de mujeres por violencia de sus parejas.
Esto último resulta lógico si, en una relación de pareja donde mediare la violencia física, advertimos que el varón tiene –por naturaleza- más fuerza que la mujer. Aun si la mujer respondiera con violencia, no puede equipararse al hombre, está necesariamente en desventaja.
La visibilización de la violencia implicó la delimitación científica del fenómeno con sus múltiples aristas y modalidades. Esto supuso el reconocimiento social de la naturalización de determinadas formas de relación que podían encuadrarse como violentas. De todas estas formas, la que más suele seguir impactándonos es la violencia física; por el efecto que causa en el psiquismo la percepción del daño en el cuerpo y la inmediata relación con la muerte.
Sin embargo, no menos dañinas son las otras formas de violencia que no dejan una huella en el cuerpo, pero sí en el psiquismo. Así como el cuerpo se deteriora y sufre el dolor por el impacto del golpe físico, la psiquis también sufre, se deteriora y se enferma por los golpes de las palabras, de la desconsideración, del destrato, de la imposición de sometimiento, de la indiferencia, de la desilusión, de la mentira, de la traición, de la infidelidad, del abandono, de la negación de diálogo, y un largo etcétera en el que cada lector agregaría sus propias experiencias de dolor.
Sería imposible agotar en un artículo todas las consideraciones teóricas que pueden hacerse sobre este complejo fenómeno. La teoría del “Patriarcado” sostenida y difundida por el feminismo ha procurado analizar la violencia desde la categoría “machismo” para dar cuenta del origen histórico, causa y curso del fenómeno, subordinando todo análisis científico a variables de orden socio-cultural. El “machismo”, es decir, la convicción cultural de la superioridad y dominio del hombre sobre la mujer sería la causa de todo tipo de violencia hacia el género femenino y podría erradicarse modificando los patrones educativos.
Es claro que una explicación tan lineal resulta simplista al descartar otras perspectivas de análisis tan meritorias como ésta.
Los profesionales de la salud mental sabemos que hay relaciones de pareja violentas, es decir, hay dos personas violentas que están en una relación. El problema es que difícilmente las personas quieren reconocer su propia violencia. Un acto violento provoca, en quien lo recibe, emociones negativas tales como enojo, ira, tristeza, dolor, desilusión… La reacción natural es devolver el golpe. Claro que no necesariamente es un golpe físico. Y a veces, al no ser físico, la otra persona ni llega a enterarse en el momento que fue golpeada. No he conocido persona que no tienda a reaccionar con violencia frente a la agresión del otro, aunque el golpe lo dirija hacia sí misma –enfermarnos por no poder hablar es una forma de autoagresión- o hacia otros ajenos a la situación pero que, por una maniobra de la mente que establece paralelismos simbólicos, reciben el golpe “en lugar de…” Es bastante frecuente que los hijos, al encontrarse en un estado de subordinación, terminen constituyéndose en el chivo expiatorio de la violencia de la pareja, algo que muy pocos padres estarían dispuestos a reconocer.
Y aquí quiero detenerme para hacer algunas consideraciones sobre la causa de la violencia. Mientras menos conciencia hay en nosotros de la forma en que hemos sido violentados en nuestra niñez y adolescencia y cómo nos ha afectado, más tendencia tenemos a reproducir los patrones de relación familiar. Se desarrolla una personalidad neurótica –con un malestar emocional intenso- que se expresa en actitudes agresivas pero que niega su realidad.
Mientras más carencias afectivas ha sufrido un niño, más enojo y frustración ha acumulado. El abuso sexual, el maltrato físico y el abandono son formas extremas de violencia que sólo engendran violencia en el interior de la persona. Estas personas no pudieron desarrollar su capacidad de amar, su personalidad es inmadura y dependiente –han quedado bloqueados y detenidos en su niñez-. Cuando constituyen pareja, la tendencia es a reproducir el modelo de relación aprendido en su entorno familiar y es allí donde comienza a expresarse todo el bagaje de emociones negativas que están bloqueadas. Se representa –como en un escenario- la dramática interna.
Una consideración aparte merecen los psicópatas. La psicopatía es una manera de ser, un tipo de estructura de personalidad diferente que se caracteriza por la cosificación del otro para satisfacer sus necesidades especiales. La cosificación es una forma extrema de violencia porque implica despojar a la persona de su dignidad como tal y transformarla en “algo útil” para él o la psicópata. Quienes conviven con un psicópata, suelen aprender esa forma de relación. Y aquí encontramos dos explicaciones de la violencia. La violencia causada por el psicópata –extrema, altamente destructiva y peligrosa- pero que la mayoría de las veces no es física. Y la violencia engendrada en quien ha crecido junto a un psicópata y ha experimentado su violencia en su propia persona. Que no nos quepa la menor duda que también serán personas violentas. A veces muy violentas, inclusive físicamente.
El por qué a las personas les cuesta salir de este tipo de relaciones de pareja, es tema para otro artículo.