Las fuerzas rusas lanzaron en la noche del miércoles una ofensiva militar veloz y contundente, destinada a neutralizar a las fuerzas armadas de Ucrania.
A los ataques misilísticos “de gran precisión”, sobre el terreno, probablemente con fuerzas especiales infiltradas en el territorio, se agregó un masivo ataque cibernético en los días previos.
Este tipo de ataque es consistente con la doctrina estratégica militar rusa, desarrollada en los años 30 del siglo XX, de la guerra en profundidad: tras la ruptura inicial, bloques escalonados mantienen la ofensiva desde la profundidad de la retaguardia con potencia creciente. La entera operación estratégica se convierte asi en la batalla decisiva, en varios escenarios convergentes, hasta aniquilar al adversario.
Una doctrina que sólo pueden se pueden permitir países grandes, con una extensa retaguardia y recursos para ir agregando conforme avanza la operación.
En este caso, el objetivo declarado por Vladimir Putin es sacar al gobierno de Volodímir Zelenski, al que calificó de una “junta” nazi-fascista que se apropió del poder a partir del golpe de 2014, tras las protestas en la plaza Maidan, en Kiev.
Desde entonces han ido organizándose y creciendo al amparo del Gobierno los grupos nazis, que no sólo reivindican a personajes como Stepan Bandera, un colaborador de los invasores alemanes, sino que incluyen batallones militares, fuertemente armados, integrados a las fuerzas de defensa del país.
El mandatario insistió en que, aparte de erradicar todo aquello, no se propone ocupar ni anexar el territorio de Ucrania.
El presidente ruso fue tajante en su discurso, que no por azar fue emitido simultáneamente con la reunión extraordinaria del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en Nueva York, convocado por Ucrania: enfrentado a un peligro “existencial”, Rusia no cometería el error de la Unión Soviética en 1939, de intentar apaciguar al agresor mediante concesiones.